¿Quiénes eran los onas o selknam?
En los confines australes del planeta, en la Isla Grande de Tierra del Fuego, habitó este pueblo indígena nómade y cazador. Estaban emparentados con los tehuelches o patagones que habitaban al norte del Estrecho de Magallanes, aunque con tradiciones distintas. Su religión era politeísta y creían en algo parecido a un cielo y un infierno después de la muerte.
Físicamente, los hombres destacaban porque, a diferencia de la mayoría de los amerindios, eran muy altos y corpulentos. Ambos sexos tenían una resistencia excepcional al frío extremo de esas latitudes. Basta ver que en la mayoría de fotografías están desnudos o semidesnudos, cubiertos parcialmente con pieles de guanaco, su principal presa y fuente de subsistencia. De hecho, como protección contra el frío, los onas se recubrían el cuerpo con grasa de guanaco, algo que les ayudaba a mantener el calor corporal.
Relación de este pueblo y el origen del nombre “Tierra del Fuego”
En 1520, Magallanes cruzaba el canal que llevaría su nombre. Aunque su tripulación no tuvo contacto directo con los onas, en las tierras del sur del canal vieron una gran cantidad de columnas de humo, sin duda provocadas por hogueras. Las mujeres ona tenían la responsabilidad de mantener siempre vivo el fuego para calentarse y recibir a los hombres de sus cacerías. Esta costumbre provocó, a ojos de los primeros europeos, el nombre “Tierra del Fuego”.
El h’ain o el ritual de iniciación ona
Para los onas no había etapa de transición entre la niñez y la edad adulta. Un rito iniciático (reservado solo a los hombres) certificaba la madurez, mediante la revelación de los secretos tribales. El chamán se encargaba de liderar todo este ritual, además de imponer toda una serie de duras pruebas de moral, coraje y resistencia física a los niños que debían dejar de serlo. Este rito se realizaba en una de sus construcciones alejadas del campamento, para proteger toda la ceremonia de las miradas curiosas de las mujeres.
El mito detrás del h’ain
a) La era de la dominación de la mujer
Los onas creían firmemente en una mitología que narraba cómo, en tiempos inmemoriales, las mujeres ostentaban el poder y mantenían subyugados a los hombres. Y lo hicieron de una forma muy ingeniosa: contaron a los hombres que existía un monstruo del inframundo llamado Xalpen, que exigía carne de caza o los hombres empezarían a ser devorados. Las mujeres, lideradas por Kreeh, eran las únicas que podían hacer de intermediarias con esa bestia maligna y otros espíritus. Para hacer creer a los hombres esta historia, muchas féminas, con máscaras y pintando su cuerpo, hacían apariciones sembrando el terror entre los hombres sometidos, quienes debían cazar, recolectar alimento y cuidar de los niños, mientras las mujeres fingían aplacar espíritus malignos.
b) El descubrimiento de la mentira
Un hombre, marido de Kreeh, descubrió el engaño al escuchar a mujeres burlarse de la ingenuidad de los hombres. Reunió a todos los cazadores de la tribu y asaltaron la choza de las mujeres, matándolas a todas. Solo Kreeh logró huir y, en esa interminable escapada con su marido pisándole los talones, Kreeh se convirtió en la luna (magullada por la pelea que tuvo lugar) y su marido (Kreen) se convirtió en el sol. Ambos fueron condenados a perseguirse eternamente.
c) La inversión de roles
Los hombres, heridos en su orgullo, decidieron adoptar el engaño e instaurar un nuevo orden sobre las niñas, las únicas supervivientes de la matanza que aún no habían sido iniciadas en el h’ain. Se abría una nueva era de poder.
Las pinturas y máscaras del hain
De acuerdo con el mito, los hombres tenían el deber de representar los espíritus con el propósito de mantener su supremacía y un orden favorable. Así se explica el secretismo y exclusividad masculino de este ritual.
Las máscaras, echas de madera y/o cuero de guanaco, se repetían en cada h’ain. Cada una de ellas representaba a un espíritu que tenía su personalidad y rol diferencial. El “actor” debía tener una actitud y movimientos acordes con el espíritu que tenía que representar.
Las pinturas ceremoniales tenían un valor simbólico y se hacían con arcillas. Hombres y mujeres que no representaban a ningún espíritu también se pintaban el cuerpo y el rostro de una forma más discreta, aunque no tenían permitido lucir máscaras.
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